Caballitos de madera

| domingo, mayo 26, 2013 | |






            Rechina la mecedora vieja en el porche de la casa. El anciano pasa lentamente las hojas de El Nacional. Se para en cada noticia. Se ajusta los lentes culo de botella que se le bajan hasta la punta de la nariz, mientras el niño galopea su caballito de madera en las barandas del porche. Se escucha las olas del mar a lo lejos y la risa del niño. Los dos vestían exactamente igual, llevan un pulóver del color de la tierra cuando ésta se moja, una camisa manga larga blanca, el anciano lleva un pantalón caquis y el niño un short. El viento soplaba de tanto en tanto y tumbaba el caballito que el niño había puesto en la baranda para mirarlo fijo. El anciano carraspeó y el niño reía aún más. Le llamó tiernamente a sentarse en sus piernas, dobló el periódico y lo puso en el piso. Lo meció tomándolo por los brazos y levantándolo, eran como brincos, el niño reía. El anciano lo animaba, le decía “Tuna que tuna, tuna”. Llevó la nariz del niño a su nariz, las tropezaba, lo animaba, le decía “Tope, Tope”. Lo calmó y lo sentó de nuevo en sus piernas. Le secó la cara. Le dijo mirándolo a los ojos como si el niño de tan sólo tres años entendiera “¡Ay mijo! Le voy a echar un cuento para que cuando este grande no le eche lavativa. Para que cuando le pregunten como está la sibidigua, usted sepa. Nadie podrá decirle que lo que su abuelo le está diciendo es mentira. Nadie podrá decirle que mi historia no es válida. Que hay versiones de versiones y la mía es probablemente la más inverosímil, pero es una versión a fin de cuentas. En el diciembre del 46 mi regalo de navidad era un palo de totocoro con un cuero de chivo. No había ni para comer, sólo había gritos y rabos de raya. Mis hermanos lloraban, eran muy pequeños. Yo, me tragaba el nudo de la garganta. Mi madre llevaba suero salao a la mesa. Mi padre estaba sentado prendío, medio borracho, con las manos llenas de grasa. Le pedía a mi vieja que le quitara las botas rotas y se quedaba dormido. Ella hacía la rutina de todas las noches, se lo echaba al hombro y lo cargaba hasta el catre. Le quitaba la camisa y lo acostaba boca abajo. Después recogía el reguero que había dejado mi padre en la mesa, acostaba a mis hermanos. Me gritaba que me fuera a dormir pero yo no le hacía caso. Se recostaba a la pared y se echaba a llorar. Estaba cansada. No soportaba un día más siendo la cachifa y no la mujer. No tenía amigas. No tenía vicios. Su vida era estar encerrada en una parcela que ni piso tenía, era de tierra. Sufría mucho. Por eso esa misma noche se fue sin hacer una vianda, sin saber a donde ir, quizás no le importaba, cualquier lugar era mejor de donde estaba. Quise irme con ella pero no me dejo. Me prendí en llanto. Ya no tenía compasión, quería salvarse”. El niño se quedó dormido en sus piernas y el anciano siguió echando su cuento.

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